El Universitario
La amante del expresidente Bill Clinton, es hoy el ícono de la lucha contra el racismo y la discriminación en EE.UU.

La amante del expresidente Bill Clinton, es hoy el ícono de la lucha contra el racismo y la discriminación en EE.UU.

Si en un principió mintió a la justicia y negó por escrito la relación para salvar la carrera de Bill Clinton, ¿por qué Lewinsky guardó el vestido azul durante un año y medio sin lavarlo o destruirlo? Frente a las teorías de que lo custodió como una suerte de trofeo o prueba de su relación, ella alegaría que todo fue una mezcla de pereza juvenil –Andrew Morton aclaró en sus memorias, My Story, que como la mayoría de jóvenes de su edad, Lewinsky era bastante caótica, poco ordenada y «no solía lavar la ropa hasta que tenía intención de volver a ponérsela»–; tener un metabolismo que fluctuaba bastante de peso –había engordado y no pudo abrochárselo durante meses– y, sobre todo, Linda Tripp. Su compañera de trabajo en el Pentágono, la que creía su confidente pero que después la traicionaría para aliarse con el fiscal especial Keneth Starr y grabar sin su conocimiento 20 horas de conversaciones telefónicas durante un año, le rogó que no lo metiese a la lavadora bajo ningún concepto: «Tienes una vida muy larga y nunca sabes cuando lo vas a necesitar», le advirtió en una de esas charlas grabadas. En ella, y a sabiendas de que la prenda sería crucial para desestabilizar a Clinton en la investigación de la comisión independiente, Tripp le indicó que lo mejor era «guardar el vestido en una bolsa de plástico» y meterlo en una caja junto a «otros de los tesoros del presidente» (regalos que tanto Lewinsky como Clinton habían intercambiado durante su relación). Como no convencía a la joven, que quería lavarlo para volvérselo a poner en Acción de Gracias del 97 tras haber perdido un poco de peso, recurrió a una táctica que sabía que no fallaría con Monica: «No te lo pongas, te hace más gorda».

Monica Lewinsky

Y así fue como la inseguridad y baja autoestima de una veinteañera facilitó que millones de personas se pudieran obsesionar con ese vestido, el sexo oral entre ella y el presidente y fantasearan con una narrativa en la que Lewinsky, «esa mujer» –Clinton nunca dijo su nombre cuando negó su relación en un primer momento–, sería retratada como una niñata acomodada de Beverly Hills convertida en hábil cortesana destroza hogares. Tras reconocer que había mentido en el acta judicial y que sí había mantenido relaciones de carácter sexual con Bill Clinton, el vestido y el resto de regalos que el presidente le había hecho fueron solicitados como prueba a entregar al FBI. Para entonces, Lewinsky creyó que era demasiado tarde para deshacerse de la prenda.  «Ha sido uno de los actos más humillantes de mi vida», aclararía en el libro de Morton, publicado en 1999. «Pensé mucho en si debía dárselo o no a los fiscales. Pensé en lavarlo y decirles ‘aquí tenéis el vestido, pero está limpio’, pero para entonces estaba muy paranoica y sentía que observaban mis movimientos todo el rato. Veía posible que me mandasen al polígrafo y así sabrían que habría quebrado la ley ocultando pruebas. Entonces me acusarían de obstrucción a la justicia y perdería mi inmunidad«.

A los ojos del mundo era una bimbo ansiosa de poder en Washington, con tácticas de acoso y libertinaje sexual para conseguir sus objetivos. Dos décadas después –esta semana se cumplen 20 años del escándalo que marcó a EEUU–, el despertar feminista de la historia quiere redimir su nombre. O como resumió Morton tras entrevistarla para My Story: «Monica Lewinsky fue la chica correcta en el lugar correcto pero en el tiempo equivocado». ¿Qué hubiese pasado si el escándalo hubiese tenido lugar en la era post Weinstein y del #MeToo? ¿Se merece Lewinsky una película que le arranque, de una vez por todas, la narrativa de mala malísima de los 90? «20 años parece la cantidad de tiempo necesario que el mundo necesita para tomar aire y volver a evaluar a una mujer demonizada», escribe al respecto Hadley Freeman.

«¿Qué se siente al ser la reina de las mamadas de América?»

Esto es lo que le preguntó un joven del público a Lewinsky años después del escándalo, cuando acudió a un coloquio de la HBO sobre un documental que trataba su vida. «Creo que necesitaré otro año más de terapia después de esta pregunta», respondió ella, verbalizando las consecuencias de haberse visto reducida a esa etiqueta de buscona en el imaginario colectivo. Las manchas de su vestido, y el episodio de los puros mientras Yasir Arafat esperaba en el Rose Garden, le acompañarían de por vida.

Monica Lewinsky se vio implicada en el primer impeachment a un presidente de los EEUU en el siglo XX –el anterior se hizo a Andrew Johnson en 1868– . Ella era la pieza clave de la investigación de Keneth Starr, el fiscal especial de la comisión independiente que se creó después del escándalo del Watergate para fiscalizar e investigar a los presidentes estadounidenses. Starr llevaba años investigando a Clinton: focalizó sus pesquisas en el suicidio de Vincent Foster (por entonces viceconsejero de la Casa Blanca), un socio del matrimonio Clinton en una fracasada operación inmobiliaria en Arkansas conocida como Whitewater. El fiscal especial, un ex vendedor de Biblias reconvertido a abogado, llevaba cuatro años intentando derrocar al presidente, gastando 40 millones de dólares de las arcas públicas sin llegar a buen puerto. Hasta que Linda Tripp entró en escena y contactó con su oficina el 12 de enero de 1998.

Tripp aterrizó en el Pentágono en 1994 tras ejercer de secretaria de la oficina de prensa de la administración de George Bush y durante otros pocos meses del primer mandato de Clinton. Conocida por su tendencia al cotilleo y  habladurías sobre el presidente y la primera dama –llegó a decir que dejó la Casa Blanca porque la misma Hillary Clinton estaba celosa de ella y su trato con Bill Clinton–, la secretaria había conseguido cierta relevancia al testificar ante el gran jurado en el caso del suicidio de Foster –fue la última en verlo vivo–.

A principios del 96, junto la editora literaria Lucianne Goldberg, Tripp pensó en escribir un libro titulado Tras las puertas cerradas: Lo que vi en la Casa Blanca de los Clinton, e incluso contactó con una escritora fantasma, pero desechó la idea al poco tiempo. La retomó cuando confraternizó con Monica Lewinsky en el Pentágono (Tripp era 22 años mayor) y, tras unos meses de colegueo profesional, ésta le confesó su affaire con Bill Clinton. Para cuando contactó con el fiscal Starr, Tripp ya llevaba tres meses grabando sus conversaciones telefónicas con Lewinsky e incluso había tratado con reporteros para filtrar la historia a la prensa. A Starr le reveló la aventura y un factor clave: que tanto Lewinsky como Bill Clinton habían mentido en sendas actas judiciales en las que negaban haber mantenido relaciones de carácter sexual (las firmaron  dentro de la investigación del caso de presunto acoso sexual a Paula Jones). También le contó que existía un vestido manchado con semen del presidente y que Monica Lewinksy había intentado lavarlo pero que ella misma le había convencido de que no lo hiciera. Entregaría las cintas que lo probaban todo a cambio de inmunidad judicial. Las grabaciones de Tripp (20 horas en total) convencieron a Janet Reno, fiscal general de los EE UU, para dar vía libre a Keneth Starr y llegar al ‘impeachment’ de Bill Clinton por perjurio y obstrucción a la justicia.

Entre toda esta maraña de intereses políticos, los detalles de la vida sexual de una veinteañera, el escrutinio moral sobre su persona y su vida privada se exhibieron en los medios de una forma impensable en 2018.

«¿Puedes imaginar a un chaval joven presentando a Monica Lewinsky a sus padres y diciendo: ‘Me voy a casar con ella’?»

Esto es lo que dijo el popular Dr. Joyce Brothers en uno de los programas matinales más vistos, el Today show, cuando el escándalo explotó. No fue un comentario aislado. «Antes de que se inventase la palabra slut-shaming (avergonzar a mujeres por ser sexualmente activas), Monica Lewinsky fue su objetivo principal», escribiría al tiempo Jessica Bennet en Time.

El acoso y juicio mediático sobre la ex becaria fue demoledor: la narrativa que dominó el ciclo informativo era la de la jovenzuela malvada engatusando a un hombre casado, carismático y encantador –una periodista del New Yorker llegó a escribir “mis amigas y yo nos acostaríamos encantadas con Clinton y no se lo diríamos a nadie”. Bill Clinton, que le doblaba la edad y era su superior en el momento de los hechos, fue caricaturizado como un pobre imbécil incapaz de resistirse a sus encantos.

Monica Lewinsky

Los Republicanos la condenaban por adúltera y los demócratas no le perdonaban haber puesto en peligro al presidente. Su sexualidad activa, y el hecho de que disfrutara del sexo, alienó a la moral americana. El Washington Post la apodó «el revolconcito». La columnista del New York Times, Maureen Dowd, que ganó un Pulitzer por su investigación sobre el caso, describió a Monica Lewinsky como una «malcriada, una becaria de la Casa Blanca con ansias de poder que mentiría bajo juramento para conseguir un trabajo en Revlon». Menospreciada por feministas de la época afines al trabajo de Hillary (la primera dama la llamó «loca narcisista»), las activistas le darían la espalda apoyándose en el polémico ensayo que firmó Gloria Steinem a favor del presidente (y del que ahora se arrepiente). Betty Friedan la humillaría públicamente llamándola «una boba cualquiera». «Culpar a la mujer siempre ha estado de moda», lamentaría después Erica Yong.

«Es muy duro cuando ves tu vida destruida en prime time«, recordaría la madre de Lewinsky a Andrew Morton (la casa del padre de Mónica, en el barrio de Brentwood de Los Ángeles y a pocos metros de la de OJ Simpson, se coló en el ‘Star Tour’ de los buses que recorren la ciudad mostrando donde viven los famosos). La mecánica de los encuentros sexuales con el presidente copaba talk shows, monólogos y sketches de televisión. «Ser una Mónica» se convirtió en la época en un apodo para insultar a jóvenes con moral distraída. Se parodiaba su peso, su gusto en la ropa y el hecho de que se hubiese criado en Beverly Hills (fue compañera de clase de Tory Spelling y del hijo de Katharine Graham y acudió al instituto que aparecía en Sensación de Vivir). Se aireó que se había practicado un aborto.

Su ex novios monetizaron sus minutos de gloria, alimentando las fantasías de buscona y fantaseando con lo que a Monica le gustaba en la cama (aunque algunos ni siquiera se habían acostado con ella). Un tabloide llegó a ofrecer 100.000 dólares por una foto suya en bikini a una amiga suya. Charlie Peters, editor del Washington Monthly, diría a Andrew Morton que «fue la cobertura mediática más desproporcionada que he visto en mi vida». Andrew Sullivan fue de los pocos coetáneos al escándalo en salirse de la tangente y reflexionar en el New York Times a favor de Lewinsky: «durante mucho tiempo ella hizo todo lo que pudo para evitar traicionar a su amante, hasta el punto de firmar un acta judicial que negaba el affaire. Una vez que fue arrinconada, se decidió a contar la verdad. Lo más asombroso de este aspecto del informe Starr es comprender cómo esta joven mujer estuvo preparada para respetar la ley, aún sabiendo que se exponía de forma tan grotesca al escrutinio público. Qué contraste con el presidente. Si esto es una fábula moral que va sobre la honestidad, entonces la señorita Lewinsky es su heroína».

El despertar del icono anti-acoso

Durante el escándalo, Lewinksy rechazó cinco millones de dólares por una entrevista en el canal Fox y otras ofertas de anuncios de televisión. Aunque consideró aceptar la invitación de Oprah Winfrey para acudir a su programa, se decantó por ser entrevistada (gratis) por Barbara Walters. Después lanzaría My Story (firmada por Andrew Morton, el biógrafo de Lady Di), una línea de bolsos y hasta intentó ser presentadora de televisión (su programa de jóvenes buscando pareja solo duró una temporada). Tras una década alejada de los focos, que aprovechó para graduarse en Psicología en Londres en 2010, Monica Lewinsky reapareció en 2014.

Su ensayo en Vanity FairVergüenza y superviviencia, fue finalista de los National Magazine Awards y provocó todo un seísmo en la percepción social de la becaria más famosa de EEUU. Bill Maher dijo después de leerla: «Os lo tengo que decir, me siento culpable». David Letterman admitió en su programa que se arrepentía de haberse burlado de ella. En el texto, Lewinsky aseguró que pensó en suicidarse, que necesitó ayuda psicológica y que si salía de su silencio era para «cambiar mi narrativa» y ayudar a otros que pasen por procesos de humillación y ciberacoso similar en la era de las redes sociales. “Claro que sufrí un abuso por parte de mi jefe”,  escribió, “pero siempre he querido ser contundente en un punto: la relación fue consensuada”. El “abuso” vino después, cuando “me convertí en un chivo expiatorio para que se pudiera proteger su poderosa posición”.

En marzo de 2015 y a sus 41 años, su TED talk en Vancouver, El precio de la vergüenza, se ganó la ovación de un público en pie. En los casi 20 minutos de charla, Monica Lewinsky bromea con su fama (recuerda a los más jóvenes que desconocen quién es el aparecer en hasta 40 canciones de rap) y se autodenomina como la «paciente cero en perder tu reputación personal a escala global», especificando que cuando sucedió su escándalo no existía el nombre del «ciberacoso». Desde entonces, e inspirada por el trágico suicidio de Tyler Clementi –un estudiante al que grabaron manteniendo relaciones con un hombre y que después fue humillado en las redes–, ha liderado varias campañas contra el bullying con el apoyo de actores como Olivia Wilde, Salma Hayek, Lily Collins, Michael J. Fox, Rashida Jones, Jamie Lee Curtis y Alan Cumming, entre otros.

El vestido azul de la discordia acabó calcinado. No lo ha hecho su sentido del humor: «A la edad de 41 años, un chaval de 21 años intentó ligar conmigo. Era encantador y yo estaba halagada pero decliné su oferta. ¿Sabéis cómo intentó seducirme? Me dijo que me haría sentir como si de nuevo tuviese 22 años».

Vía: El País.España

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